Himilce, princesa oretana y esposa de Aníbal Barca

Himilce

Himilce

Ciertamente, puede haber algún purista que diga que sí, que Cástulo no es, digamos, Linares . Pero entendemos que, por cercanía al núcleo urbano de lo que hoy es su población, bien podemos identificar a una con la otra. Por eso hablamos hoy de Himilce. Y es que la tenemos por una buena linarense de renombre.

Corría el siglo III antes de Cristo cuando nace, de una madre cuyo nombre ignoramos y de un rey llamado Mucro, una niña a la que ponen por nombre Himilce. Lo hace en Cástulo, ciudad perteneciente al pueblo Oretano y, pues, en Oretania. El caso es que su propio nombre (a raíz de lo dicho por don Rafael Contreras de la Paz) vendría a significar “protegida de Melkart” al estar formado por la raíz Hin y el sufijo ‘Melkert” relacionado más que de cerca con la divinidad cartaginesa ‘Melkart’. Y es que, debido a su belleza natural aquel hombre, según parece, le venía como anillo al dedo; anillo íbero pero anillo, al fin y al cabo.

Pues bien. Política y militarmente, la cosa anda, digamos, regular. Y es que las tribulaciones que andaban causando las relaciones entre Roma y Cartago hicieron que cada uno buscara sus aliados allá donde era posible se produjera un conflicto. Y la Hispania de entonces era un lugar donde iba producirse como en efecto, se produjo.

El caso es que, habiendo devenido Aníbal Barca caudillo cartaginés, y queriendo Mucro, rey oretano, una alianza con pueblo tan poderoso (alianza que cambiaría luego a favor de Roma con evidente visión de futuro…) nada mejor que hacer algo muy propio, no sólo, de aquella época pero algo más que común en la historia de los pueblos: un matrimonio.

La cosa caía por su propio peso pues Mucro tenía una hija, como sabemos y hemos citado arriba, de belleza destacable y, además, casadera. Y, ni corto ni perezoso hizo uso del poder que, como padre, tenía sobre la persona de Himilce (aquellos eran otros tiempos, sin duda alguna) y la ofreció en matrimonio a Aníbal Barca el cual, sin duda alguna, acepto la entrega.

Como es lógico, dada la distancia que hay entre el ahora mismo y el entonces y la escasa existencia de fuentes informativas mediatas que nos puedan decir lo que sucedió, lo bien cierto es que son algunas las leyendas, otros los mitos y algunas invenciones propias de cuando eso sucede. De todas formas, algo en claro sí podemos sacar gracias al trabajo de insignes historiadores que han ocupado de lo que podríamos denominar “la huella de Himilce” en aquel particular mundo, tan alejado de nuestros días y, por eso, tan épico y mítico…

De todas formas, eso no quiere decir que nada sepamos de aquella bella mujer que conquistó el corazón de un caudillo cartaginés más dado a batallas que a amores mundanos.

Es posible que Aníbal e Himilce se conocieran en el santuario de Auringis (la actual Jaén) y que contrajeran matrimonio por su propio rito bien en el año 221 o el 220 a.C. pero no en tal ciudad sino en el templo de la diosa Tanit en que entones se llamaba Qart Hadasht y ahora Cartagena, lo cual no sería nada extraño por ser Aníbal, precisamente, cartaginés. Y así, con tal matrimonio, se acabó de conformar, digamos que se perfeccionó (pues aquello no era más que una entrega; de una mujer, sí, pero una entrega o, vamos, un simple negocio político y militar) el pacto entre Cartago y Oretania.

De aquel amor (que, al final y parecer, nació entre ellos más allá de las necesidades propias de aquel tiempo) nació un hijo al que no vamos a poner nombre pues hay dudas acerca de que se llamara ‘Haspar’. Aquel hijo habido entre Himilce y Aníbal iba a correr suerte más bien mala. Y es que, según cuenta una leyenda (que recoge López Pinto en su Historia apologética de Cartago), para aplacar la ira del dios Moloch (pues muchas estaban siendo las derrotas de Cartago en la Península Ibérica) iban a sacrificar a tal dios una serie de niños escogidos por sorteo. Y cuál no sería la ventura del hijo de Himilce que le tocó a él.

Como podemos imaginar, su padre, a saber, Aníbal no estaba de acuerdo (en aquel caso, seguro que no) en el final que fe tenía preparado para su hijo. Y se comunicó con su esposa, Himilce para decirle que, de ninguna de las maneras, debía entregar a su hijo para sufriera un final así.

La situación de Himilce, princesa oretana y ahora esposa de Aníbal Barca, lejos de su esposo y con su único hijo a punto de ser pasado a cuchillo (o fuera la que fuera la muerte que le tenían preparada a él y a los niños escogidos por sorteo) debía ser sólo regular.

Ciertamente, se dice que esta versión parece algo rocambolesca. Y quizá lo sea porque, al parecer, su hijo no murió de aquella terrible muerte que pretendía aplacar la ira de un dios cartaginés sino que es más que probable que tanto Himilce como su hijo, murieran en Cástulo (donde debieron retirarse después de la marcha del padre, Aníbal, a Italia a combatir a Roma) de una epidemia de peste que sí, será una forma muy propia de morir de aquellos tiempos donde las epidemias de tal jaez no podían ser tratadas con la pulcritud de hoy día pero, que se diga lo que se diga, fue un destino poco brillante para alguien que, habiendo nacido en un Reino próspero como era aquel en el que vino al mundo, fue a morir en el mismo Reino pero devenido en pieza de cambio entre políticas diversas y entre conflictos militares muy propios de aquellos tiempos de expansión de imperios.

Y, por cierto, no nos podemos resistir a poner aquí mismo un poema de Domingo Faílde que dedica a Himilce:

 

Himilce,

la de siempre, tú misma,

la del cabello suelto,

la del vientre poblado

de espigas y metales;

tan ancha,

tan morena,

tan radiante y fecunda amada mía;

tú misma,

la de brazos abiertos,

la del pubis surcado de olivos,

la del ardiente sexo navegable,

sencillamente tú, soberana,

tu corazón y el mío sobre la tierra;

viviré mientras seas,

tomando despacioso su carne y tu aliento.

Y cuando yo me vaya,

de ti cubierto, amor, me iré cantando

camino a las estrellas tu nombre

de fuego y simientes:

¡Himilce! ¡Himilce!¡Himilce!

 

Y no me digan ustedes que esto no lo pudo decir el propio Aníbal; en púnico o griego, claro.

Eleuterio Fernández Guzmán

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